viernes, 23 de mayo de 2014

A MI NO ME MOLESTA

Debía descubrir la salida secreta por donde ella huía para regresar con el pelo mojado y oliendo a mar. Debía descubrirla aunque eso significara destruir definitivamente, toda posibilidad de retorno.                                          
               
A mí no me molesta que ella salga, que se guarde las confidencias que le hacen sus amigos y que los míos me digan que es estupenda. Porque es cierto, mi mujer es estupenda. Lo que me molesta es lo otro. Cuando salgo del trabajo me faltan piernas para volver a casa. Hace dos meses que ha empezado todo esto, y mis amigos ahora se mofan porque ya no me quedo al cafelito cuando salimos, ni juego al fútbol, tampoco me meto en las redes (yo, que no se vivir sin ellas), y le esquivo el bulto a nuestras cenas de los viernes; se creen que es ella, que no me deja.

Yo me callo, qué le voy a hacer, me aguanto, cómo voy a contarles que..., no, ni loco; aparte de calzonazos, me levantarían el monumento al inventor del cuento.  

Al principio me costó, pero ahora más o menos estoy acostumbrado a que ella "vuele"; mi mujer tiene una facilidad tremenda para desconectarse. Le basta con tener los ojos abiertos sin mirar a ningún lado y bluf, ya está en otra parte. Pero la muy cabrona me lo hacía cuando estábamos mirando televisión, entonces yo no me daba cuenta. Y pensar que caí de casualidad, aquella vez que me quedé dormido, y ahora me pregunto desde cuánto tiempo atrás... 

Fue así:

Me despierto a las tantas, la pantalla de la tele estaba blanca y zumbando y mi mujer mirando, como si estuviera viendo una de esas pelis románticas que tanto le gustan, muy relajada, pero sin pestañear. Pienso que me está vacilando, ¿ah, si...?, me digo, la voy a mirar fijo, seguro que no aguanta, y me le pongo delante.  

Lo primero que me extraña es el color, el color de los ojos; los ojos de mi mujer son pardos, pero pardos pardos, ¿he?, bueno se los veo verdes. Pero eso hubiera sido lo de menos. Me acerco despacio, casi sin respirar, el color se mueve, acerco la lámpara y me quedo de una pieza, adentro..., tienen agua.


Un mar de oleaje calmo que muere en la playa con suaves crestas de espuma blanca. En el ojo derecho está ella y lanza un balón y en el izquierdo un tío que lo recibe. En vez de devolvérsela la tira en el medio, cerca, entonces corren los dos para alcanzarla y mi mujer la coge porque el tío se dejó ganar. La abraza y simula que pierde pie y caen los dos al agua. Mi mujer se ríe, juguetona y van rodando hasta la arena, disfrutando del abrazo. Ella mete sus piernas entre las de él y se enreda, y el tío con una mano la recorre, con avidez, desde la pierna subiendo por sus caderas, bajando hasta el interior de sus muslos mientras la besa; vuelve a subir la mano hasta el sujetador del bikini y lo desabrocha y ella consiente, quedándose quieta.  

lunes, 12 de mayo de 2014

ÉRASE UNA VEZ...

Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra ya antigua, en la que vivían brujas y ogros, los hombres se sentían desdichados. Una época en la que sólo se podía entender lo bueno o lo malo, sin término medio. El bueno lo era tanto que hasta se le permitía hacer el mal para lograr el bien. Corría de boca en boca, entre los hombres tristes por su destino, una leyenda. La leyenda aseguraba que existía un reino más allá de las fronteras de la tierra antigua. Se trataba de un reino hermoso y justo, aislado por paganos e infieles. Su rey, digno heredero de sus antecesores, sabios y eruditos reyes, era justo, inteligente y paciente.

Un día, –continuaba la leyenda– llegó a los oídos de este rey, la existencia de una extraña tierra en la que las brujas y ogros mandaban, controlaban y regían el destino de los hombres, cada vez a un nivel mayor de vileza. Que en esas tierras había un rey pero no hacía más que caerse, y hablar sólo una vez al año a través de una caja, tonta la llamaban. Había un ¿malvado? primer ministro, pero no hacía más que culpar al pueblo de los errores y desatinos suyos y de sus amigos. Hablaba sólo a sus adláteres y acólitos a través de una caja dentro de otra caja, tonta, tonta. Allá ocurría una serie de acontecimientos que no eran lo que parecían ser en un principio. Todos estos cuentos para no dormir animó a este Rey Sabio a partir hacia ese mundo tan extraño.

Pero nunca se supo dónde fue o dónde llegó. Con el tiempo, las brujas esclavizaban más y más a los hombres, lo ogros se caían más y más y culpaban al pueblo por ello, haciéndoles pagar, al hombre, generación tras generación cada robo, cada caída, cada error que las brujas y ogros cometían.

No os lo vais a creer, y son pocos los que saben lo que os voy a decir, pero ha llegado a mis manos el cuaderno de bitácoras de su estancia en aquel insólito sitio de tribulaciones. Aquí tenéis el cuaderno de bitácoras de EL PRESTE JUAN.

Víctor Gabriel Arjona

domingo, 11 de mayo de 2014

ELLA

Cuando no tienes nada, no hay nada que perder, ahora eres invisible, no tienes secretos que a nadie importen» canturreaba en inglés intentando imitar la estética vocal de Dylan.

Desde la mesa de trabajo disfrutaba del pequeño valle, allá abajo. El río, pletórico de agua, corría desesperado a morir en el embalse de riego. Aquí y allá el verde lo inundaba todo y podía observar con tristeza a los campesinos trabajando en sus sembrados y frutales como pequeñas hormigas obreras.

Ella dormitaba en el sofá, se levantó, salió a la terraza, apoyó sus manos en la balaustrada y observó vigilante. Volvió a entrar y después de rozarse con él se sentó en el suelo a su lado. Él le acarició la cabeza.

Siguió escribiendo,  cuando "sonaban disparos en el bar" y antes de que gimiera el triste violín de Scarlet Rivera, como no brotaban las palabras ni fluían las ideas, cerró la tapa del portátil. Se dirigió al sofá, se echó y ella se acurrucó con él.

Mientras la acariciaba se quedó dormido…

Corrían los dos, río arriba, por el “camí de sirga”, los frutales en flor, el agua. Ella jugaba, ora cruzándose por delante de él, ora quedándose retrasada. Ahora unos olivos, los cerezos todavía no habían adquirido su color de fuego, se cruzó con un pescador que administraba cuatro cañas en busca del monstruo fluvial, mientras, trasegaba cerveza caliente como queriendo saciar una sed crónica.

Entre los carrizales, los patos y las garzas buscaban alimento. El sudor le caía por la frente, en los auriculares sonaban las voces a dúo del hombre de negro y el poeta judío, “recuérdale a una chica que vive allí, que ella fue mi verdadero amor”, los píes marcaban el ritmo.

Cuando entró en el pequeño bosque y el camino se estrechaba, ella se zambulló en el agua unos minutos, él siguió corriendo y como siempre disfrutó de las formas imposibles de los árboles medio hundidos en las aguas. Dejó atrás chopos, álamos y salces, hasta creyó distinguir un viejo olmo superviviente entre la maraña de hiedras y cornejos.



Ella se adelantó y de repente frenó su carrera en seco, volvió corriendo hacia él como queriendo avisarle de algo. Sintió el golpe en la espalda y cayó al suelo, un cortocircuito apagó su cerebro mientras llamaba a las puertas del cielo.

En un lapsus de lucidez vio la cara del pescador casi pegada a la suya y pudo oler su aliento etílico. Ella estaba a su lado y le lamió la cara. Volvió a perder el conocimiento.

Cuando despertó estaba cubierto de sudor y ella, como aquel día, le mordía la manga y ladraba. La calmó y acarició su lomo. Gracias a ella las puertas del cielo no atendieron su llamada. Se incorporó y se sentó en la silla de ruedas que había dejado al lado del sofá. Salió a la terraza y contempló el valle, se imaginó corriendo juntos río arriba.

jueves, 1 de mayo de 2014

ANTES DE SABERLO

Por la pequeña ventana comenzaba a esconderse la luz. Cerró los ojos y recordó. El fuerte olor a mar se mezclaba con el de los carballos y pinos cercanos. Dos meses antes las calaveras de plomo se lo habían llevado arrastrándolo de los pelos y a patadas. Dos meses...

Aspiró profundamente el olor que entraba por la pequeña ventana como queriendo almacenarlo todo.  Después los gemidos, el agotamiento, la pérdida de la noción del tiempo,  del espacio y hasta del dolor. No sabía dónde, ni quién…

Se imaginó remando en una gamela en dirección desconocida, rodeado de mar mientras las gaviotas revoloteaban sobre él. ¿Qué buscaban?, no se veía tierra ni había salido a pescar. ¿Quizás ya sabían…?. Tan solo hacía quince días, duró unas horas y ¡ya! Dijeron que dijo pero no recordaba.

 

La pequeña barca sobre la arena y las algas sobre ella en un orden desconcertante. Volvió a aspirar. Un cangrejo se acercó a él y trepó por sus pies descalzos. El Sol del recién estrenado otoño le calentaba el cuerpo desnudo. El cielo inusuálmente azul y las olas rompiendo mansamente contra las rocas. Se lo guardó todo. Cuando se lo comunicaron no sintió nada.

Le trajeron la cena, cerró los ojos y se vio en la cocina, sentado a la mesa, su madre y su hermana. Del horno de hierro salía un apetitoso olor. Aspiró de nuevo, se lo quería llevar en su nariz. ¿Odio?, no. ¿Rabia?, no. ¿Miedo?, no. Seguía sin sentir nada pero algo le agarraba el pecho por dentro y le estrujaba el corazón que por milésimas de segundo dejaba de latir. “Vamos a hacer todo lo posible”, le dijeron las jóvenes corbatas.

Se escuchó el cerrojo de la puerta. Cuando entraron lo supo, lo sabía desde hace días. "Lo sentimos, será al alba".





CARMIÑA, A DO INGLÉS.

Este relato foi publicado en castelán el 31/03/2014 en "El Pilín, Diario Paranóico". Se queres lelo en castelán usa este enlace.


Ilustración de Bellina (@bellina_be)
Volvía de Fisterra, o destino final, máxico e ancestral do Camiño de Santiago. Na cidade onde xacen os restos de Prisciliano, o bispo herético confundido co fillo do Zebedeo, asistín á misa do peregrino, abracei o Apóstolo e aspirei o olor do incenso que queimaba o gran "botafumeiro" mentres ía dun lado ao outro do cruceiro da Catedral, curiosamente usado antano para disimular o olor dos peregrinos. Despois de cumprir con eses ritos iniciei o tramo final do camiño cara ao Fin da Terra dos celtas, aquela costa, que horrorizou ao xeneral romano Décimo Junio Bruto cando viu caer o Sol no mar seguido dunha gran labarada que saía del.

A miña idea era chegar andando á ría de Corcubión pero o meu esgotamento fixo que me detivese nunha pequena aldea mariñeira onde preguntei a unhas paisanas por algún sitio onde puidesen darme cuarto e comida un par de días. Unha delas, con cara de desgusto, díxome secamente en galego:

—Onde Carmiña, a do Inglés, estará ben.

Despois tiven que preguntar sorprendido e curioso onde era iso de "Carmiña, a do Inglés" e pasados varios minutos de preguntas e respostas puiden, á fin, saír da aldea, subir por un camiño e chegar a un gran casarón dende onde se vía o mar. Carmiña, a do Inglés, vivía soa nunha gran casa de pedra restaurada e dende onde o días claros podíase ver en todo o seu esplendor parte da mítica e misteriosa "Costa dá Morte".


Carmiña pasaba dos trinta, de pelo negro, ollos verdes e un corpo rotundo que suavizaba a súa cara de nena travesa. Convertera a vella casa familiar nun hostal rural despois de volver de Londres onde se fora con 20 anos detrás dun "jipi", como me contaron as mulleres mentres me indicaban como chegar alí.

Recibiume cun gran sorriso e preparoume un dos cuartos con ventás ao mar e unha cama antiga enorme. Esa noite despois de cear inviteille a sentarse á miña mesa a tomar un café e contoume a súa historia, eu non hacía máis que fixarme nos seus ollos, no seu sorriso e na rotundidade do seu corpo, mentres me contaba a súa aventura londiniense coma se fose un amigo que había tempo non vira.

Ao día seguinte cando volvía de dar unha volta pola praia, que estaba aos pés da casa, vin unha porta aberta que dende o pequeno horto traseiro daba á cociña e me asomei. O morbo que alimentou sempre os meus máis profundos sentimentos eróticos fixo que me quedase extasiado contemplando a Carmiña cociñando de costas a min, eu observándoa dende o marco da porta, as súas cadeiras levaban a mesma cadencia que os movementos dos seus brazos traballando unha masa de fariña na repisa de mármore da cociña.

Durante o Camiño tes moitas horas nas que debes ocupar a mente en algo, sobre todo se vas só; recoñezo que moitas veces pensaba en sexo cando as miñas meditacións xa non me entretiñan, e como non son de rezar, ao ritmo da camiñada ía quentando a miña imaxinación, por outro lado nada difícil de quentar, o morbo sempre foi un fiel compañeiro da miña vida.

—Que cociñas?- pregunteille aínda turbado pola visión das súas cadeiras.

—Anda lávate as mans e ven a axudarme se queres- Me dixo con esa risa pícara que acentuaba as pencas nas súas meixelas.

Claro que quería, me lavei as mans e lle preguntei en que podía axudar

—Estou a facer unha masa para unha empanada de bacallau e pasas- respondeume sen levantar a vista.

—Pero toda esa comida, para quen é?— pregunteino

—Tes que recuperar forzas despois de tanta camiñada— contestoume mentres nos seus ollos e no seu sorriso apareceu un punto de picardía que naquel momento me produciu certo formigo polo corpo.

—Ven, queres aprender a facer unha masa para empanada?.

—Bo..., nunca amasei nada

—¡Ay rapaz!, fariña non terás amasado, pero outras cousas...

Creo que me puxen vermello e me subiu a calor á cara. E ela rindo mostroume como tiña que facer.

—Agora ponte ti.

E ela púxose ás miñas costas, detrás do meu, axudándome coas súas mans a amasar a fariña, pero... eu estaba máis pendente de sentir o seu corpo apertado ao meu e non puiden evitar darme a volta e bicala, ela pareceu asombrada, río e díxome.

—Veña, que rematarei eu, a masa estragarase con esa quentura que levas.

E partíase de risa mentres me miraba e seguiu coa masa. Senteime nunha gran mesa de madeira e díxome que me servise unha copa do viño branco que se estaba a arrefriar na neveira.


E partíase de risa mentres me miraba e seguiu coa masa. Senteime nunha gran mesa de madeira e díxome que me servise unha copa do viño branco que se estaba a arrefriar na neveira.

—Queres comer aquí, na cociña?, estarás máis quente— díxome, levantándose da mesa, coma se non tivese pasado nada.

Quente estase, pensei, non había dúbida. E cando se achegou á mesa de novo, fun tras ela e volvina bicar mentres as miñas mans se atrevían a explorar o seu corpo.

—Anda, quita, que se vai estragar a masa— díxome mentres a cortou en dous anacos e comezou a traballala co rolo.

Aproveite a súa postura para bicala no colo e mentres ela lle ía dando forma comecei a acariciarlle o peito, deténdome nas súas mamilas, as pernas... Eu amasaba lentamente as súas carnes e ela non dicía nada e seguía ao seu, ata que comezou a xemer. Alí mesmo, nesa postura, mentres ela movía coas súas mans o rolo chegamos ao orgasmo, a empanada?, a mellor que comín na miña vida.

Nin que dicir ten que permanecín na casa de Carmiña, a do Inglés, varios días máis, e a cociña se converteu no noso campo de batalla. Unhas veces nun cómodo sofá que tiña ao fondo da cociña e ata un día acurralámonos na esquina da neveira mentres no lume facía chup chup unha "caldeirada" de peixe sapo. Entre os deliciosos aromas dos seus guisos tivemos orgasmos gastronómicos, ora con aroma a arroz con lumbrigante, ora a ameixas á mariñeira ou a empanadas de carne ou de polbo... aínda hoxe, cando guiso na casa, acórdome dela e deses días na Costa dá Morte.

Como non me vai gustar comer e...


COMPRAR A MORTE O LOITAR

Velorio (Virxilio Viéitez)

Hai anos, cando eramos nenos, o meu irmán e mais eu adoitabamos pasar algunhas tardes pola casa das nosas avoas galegas, Ángela e Luisa, avoas postizas pero ás que queriamos coma se fosen as de verdade, que estaban en Canarias. Un día soou o chamador do portal, aqueles chamadores de bronce que antes da instalación dos porteiros automáticos erán a única forma de acceder a unha casa sen porteiro, un toque era o primeiro, dous toques o segundo, xa se era dereita ou esquerda tiña que baixar alguén do piso requerido ou preguntar polo balcón. Oíuse a veciña do lado dicir:

—Baixo eu Angelita, que vou comprar —e os seus tacóns de agulla soaron contra os chanzos de madeira seguidos de un— Ah é vostede, suba.

O meu irmán e mais eu, que seguramente estabamos a dar conta dun anaco de pan e unha onza de chocolate, en canto oímos as pisadas de alguén subindo corremos empurrándonos para ver quen chegaba antes á porta. Mentres, a avoa Ángela dicía:

—Demo de nenos, vos vaís a matar.

Cando abrimos demos un paso atrás, na penumbra da escaleira, na escuridade, apenas iluminado pola luz do corredor estaba un home, alto, moreno, moi fraco, cos ollos afundidos, unha carteira debaixo do brazo e enfundado nunha bata de pano negro que nos dicía:

—¿Angelita Alonso?, veño a cobrar a morte.

Sen darnos tempo a pensar mais, a miña madriña empúrronos e mándonos para o saloncito.

Eu morto de medo púxenme a morder o chocolate pensando no que acababa de ver e escoitaba o que falaban mentras pensaba: “A cobrar a morte? ¿que era iso de cobrar a morte? , ¿había que pagar por morrerse?, entón o que non tiña diñeiro non morría”.

Pensei naquel pobre tan vello e tan limpo que viña a pedir á casa todos os domingos con un traxe de moitos anos, limpo e digno, con á súa boina nunha man mentres extendia a outra dicindo "saúde e sorte". “¿Non se morrería nunca?”. Debería ter mais de cen anos. ¿Sería mellor ser pobre e vivir do que nos dean os demais toda a vida?”.

Pregúntelle á avoa Luisa, que como era cega estaba sempre sentada nunha butaca baixa escoitando, e ás veces oíndo, Radio Vigo.

—Avoa porque pagas a morte, se non a pagases non morrerías.

Ela, acariciándome a cara díxome.

—Filliño, para que queremos vivir toda a vida e menos da caridade. É mellor que Deus nos leve con él.



Hoxe seguramente contestaríalle "Avoa, antes de que Deus nos leve o mellor é loitar pola vida"


LOBISHOME EN MADRID



Suelo levantarme muy despejado por las mañanas. Me ducho, me afeito, preparo café, tostadas, zumo y mientras desayuno escucho en la radio las tertulias matinales. No sé qué tipo de deformación psíquica tengo en mi cerebro, es como si cada noticia o cada comentario me entrara por las venas y recorriera todo mi cuerpo como una descarga de heroína y me hace sentirme en condiciones óptimas. Salgo a la calle comiéndome el mundo. Tendré que consultarlo con mi psiquiatra de cabecera.

La verdad es que desde hace meses, en las noches de luna llena, mis colmillos crecen, el pelo de la cabeza se me eriza, la barba se hace más espesa, el cuerpo se llena de un pelo negro y duro, mis manos se convierten en unas garras diabólicas y tengo que vestirme con traje oscuro, camisa negra y llevar guantes.

—Doctora, usted me diagnosticó un trastorno ansioso depresivo pero últimamente sueño que en las noches de luna llena vago por la ciudad destripando todo tipo de ciudadanos; pijos, negros, extranjeros pobres y ricos, parados, trabajadores, perro flautas y mujeres decentes, mi ansiedad no le hace ascos a nadie...— le suelto casi antes de sentarme en el sillón.

La doctora me mira con esa sonrisa seductora que solo ella sabe poner y me dice:

—Eso son sueños. No te preocupes, tienes que trabajar más con la psicóloga, hay que saber el porqué;  ¿has probado a trabajar con las constelaciones familiares?, quizás una dependencia infantil por la madre, algún duelo que no has cerrado o quizás algo de un antepasado violento, mira te voy a aumentar la medicación— y me suelta cuatro recetas.

Precisamente esta noche en Lavapiés me comí dos senegaleses, un moro y una señora de Valladolid que se había perdido después de una visita a la Almudena,  esta última estaba muy rica, por cierto. Me quedé satisfecho pero a las dos horas, después de pasear la cena por el Retiro, sentí hambre y mientras volvía a casa por el Paseo del Prado ocultándome entre los árboles y medio iluminadas por la luz de una farola vi una pareja de chicas que abrazadas contemplaban la luna llena.

— ¿Dos mujeres abrazadas?, seguro que son bolleras. ¿Cómo se puede contemplar la luna a estas horas abrazadas y besándose? —pensé mientras me acercaba a ellas sigilosamente y un hilillo de baba caía de la comisura de mis labios.

En un abrir y cerrar de ojos me abalancé sobre ellas y después de degollarlas con la garra derecha di buena cuenta de sus tiernas carnes aromatizadas por el porro que se estaban fumando, ¡estaban deliciosas!


Después de limpiarme la sangre tuve que coger un taxi en Atocha, menos mal que llevaba una radio fórmula, había cenado demasiado, el senegalés  estaba un poco duro, mañana ire por el barrio de Salamanca, seguro que están más tiernos. Cuando llegué a casa una ducha y a la cama, dormí como un bendito, lo curioso es que me desperté sin ardor de estómago y muy optimista. Me duché, me afeité, preparé café, tostadas y zumo y mientras desayunaba busqué en el dial una tertulia radiofónica, me siento feliz. En la próxima sesión con mi psiquiatra le preguntaré si será el café.