martes, 22 de septiembre de 2020

MADRID 2040 . UNA DISTOPÍA REAL.



CAPÍTULO I

Las doce de la noche, hace mucho frío, pocos coches se atreven a atravesar la Z1 a oscuras, solo dos de cada diez farolas están encendidas, las últimas medidas de ahorro energético... Bajaba por Libreros hacía Gran Vía, nada más entrar en ella me azotó un viento gélido que venía de la Plaza de España, miré a derecha e izquierda y empecé a subir hacía Callao, lejos quedaba aquella ciudad que nos prometían abierta y festiva, cuando al comenzar el ocaso, un viernes cualquiera, a estas horas, los coches estarían atascados y las aceras llenas de gente, pero 20 años después era un desierto. 

Subí hasta el antiguo Palacio de la Prensa, hoy en obras, y con una foto de “Ella” que abarcaba toda la fachada. Con las manos en los bolsillos, aceleraba el paso, iba solo, no me apetecía encontrarme con ninguna banda de asaltas, ni con ninguna unidad de urrepes, crucé hacia el antiguo Palacio de la Música, cerrado desde hace 12 años, ahora tapiado y rodeado de alambre electrificado, desde el último ataque de los asaltas, y en la boca de metro “Callao Trump Enterprises ”, cerrado desde hacía dos horas, alguien había saltado los cerrojos de la verja, se atisbaban bultos echados al final de los escalones arriesgándose a que los urrepes los detuvieran y los llevaran a la Casa de Campo.

 

Al llegar a la esquina con Callao observé si había algún coche aparcado y corrí hacia Postigo de San Martín, respiré, no me había encontrado con nadie. Bajé dos portales y llamé al telefonillo del tercero. Una voz ronca preguntó:

—¿Elías?.

—Si —le respondí— ábreme que hace mucho frío.

Sonó el repiqueteo del portero automático, empujé la pesada puerta y subí los escalones de los cuatro pisos corriendo. Los ascensores estaban prohibidos de 22 a 7 de la mañana. Fran me esperaba con la puerta abierta y entré casi tan rápido como había subido las escaleras. Pasé directamente al salón y casi sin tiempo de quitarme el abrigo me tiré en un sillón mientras me di cuenta de que una chica dormitaba en el sofá.

 

—Joder, cada vez me das más miedo andar por la Z1 a estas horas— le dije a Fran mientras volvía de la cocina con agua caliente y manzanilla.

—Es de las macetas, ponte azúcar, no tengo sacarina, aunque a decir verdad para qué coño queremos la sacarina ahora.

—Pues tienes razón. Gracias por dejarme dormir aquí. Me entretuve y cuando me di cuenta ya no podía coger el metro… volver a casa andando es peligroso y sobre todo ahora que sellan los saltos de zona a las diez de la noche. Santa María de la Cabeza está tomado por asaltas y unidades de urrepes. ¿Cómo va a acabar esto Fran? — pregunté mientras le daba un sorbo a la manzanilla, que sabía a gloria.

 

—No lo sé, ayer me contaron cosas terribles que no quiero pensar que sean verdad—se quedó callado y pensativo— no me las puedo creer, dicen que los detenidos no vuelven a salir, que han convertido varios edificios de Madrid en cárceles a perpetuidad en donde dejan morir a hombre mujeres y niños sin ninguna esperanza, es demasiado horrible para ser verdad.

 

—¿Qué edificios? —Pregunté.

—No me hagas caso, no será verdad.

—¿Qué edificios insistí? —mientras la angustia me subía del estómago al pecho.

 

—Pues dicen que donde estaba el Circo Price y la Casa Encendida han montado Centros de retención, todos los antiguos restaurantes y pabellones de la Casa de Campo han sido incautados, vallados y están llenos de gente, no dejan pasar.

 

—Tendré de que dar una vuelta con cuidado, ¿y esa? — dije, mirando para la chica en el sofá.

Levantó la cabeza y dijo:

—Soy Miria, muackkks. Me quedo a dormir.

No acabó de pronunciar las palabras cuando en la calle se oyeron sirenas y motos, apagamos las luces y nos asomamos al ventanal. De repente la calle se había llenado de urrepes y varios vehículos acorralando a cerca de cincuenta personas que, como zombis, deambulaban de un lado al otro sin saber qué hacer, algunas mujeres llevaban niños en los brazos. De repente por cada lado de la calle se atravesaron dos grandes furgones y los urrepes los empujaron hasta ellos y cerraron herméticamente las puertas.

—Otros para un centro —dijo Fran— puede que ya no vuelvan a ver la luz del día.

—Joder Fran, no me creo eso, los reeducarán o yo que sé, pero ¿dejarlos morir? ¿No les llaman Centros de Reeducación social?

—Bah, déjalo… ¿Qué te ha pasado?, tu no sueles hacer tarde a no ser que sea por algo importante.

—Me entretuve a salir del trabajo, bueno de la mierda esa que hago para Administración Central, me encontré con una vieja amiga, dimos un paseo y cuando me di cuenta eran casi las nueve y he tenido que venir callejeando desde Cuatro Caminos. Me he encontrado con una revuelta en Quevedo, más de diez furgones contra 200 manifestantes, se han llevado a más de 60, los han gaseado y cayeron al suelo como moscas, a pesar de estar narcotizados les han dado cientos de golpes y patadas. Estoy cansado.

 

Fran sacó una botella de la cocina y tres vasos llenos de hielo.

—Joder, como te lo montas, ¿de dónde has sacado eso? ¡Whisky de malta!, falta el tabaco.

—El tabaco está en la mesita, Marlboro del bueno— dijo sirviendo abundantemente los vasos—pilla el paquete del cajón, al lado hay un mechero.

 

Fran trabajaba en la CDZO que monopolizaba la distribución en la Z0 mediante más de diez compañías aparentemente independientes. Madrid, una macro ciudad estado de ocho millones de habitantes. Habían desaparecido los ayuntamientos y todos los pueblos formaban ahora parte de Madrid con una Alcaldesa-Presidenta dueña y señora de todo el territorio. Yo controlaba las entregas de los paquetes básicos, cada vez más exiguos, con los que pretendían que los habitantes sin recursos de los barrios y los antiguos pueblos no salieran a mendigar por las Zonas 0, 1 y 2, ni pensar ni en whisky del malo ni mucho menos tabaco que según “Ella” estropeaba los pulmones y la Ciudad no tenía para pagar la Sanidad. Los habitantes de las Zonas 3, 4 y 5 que trabajaban en las otras zonas tenían un pase de 6 de la mañana a 10 de la noche, hora en que todo tenía que estar cerrado.

 

Después de las revueltas de hacía dos años, Madrid se había quedado aislada, con el Gobierno en pleno huyendo a Abu Dabi en vuelos privados. Miles de ciudadanos también huyeron en los primeros días, antes de que la Alcaldesa tomara las riendas y apoyada por los acuartelamientos que había en la antigua capital de España, hubiera bloqueado todas las salidas de la Comunidad, declarado el Estado de Sitio y proclamando la República Monárquica, Libertarian y Democrática de Madrid, ni había Rey, ni Democracia y lo de libertarian  no tenía nada que ver con el anarquismo si no con el anarcocapitalismo. Estábamos en pleno experimento sociológico dirigido por los austrialopitecus.


CONTINUARÁ

 


domingo, 26 de julio de 2015

LA MORTAJA (TE RECORDARÉ HASTA EN LA MUERTE)


Representación de "O Velorio" de Francisco Taxes por el Centro Dramático Galego.

Lo que pasó aquella noche en una pequeña aldea de Vigo nunca lo olvidaremos. Desde el mismo momento en que los sepultureros sellaron la lápida del nicho en donde reposan los restos de doña Anuncia, nuestra boca quedó sellada por un pacto de silencio. Y el caso es que la experiencia, borrosa ya por el paso del tiempo, tuvo su aquel.

Si había un rasgo que caracterizaba a doña Anuncia era que siempre vestía de negro. Alta, delgada, su pelo blanco recogido en un moño regio dejaba a la vista una cara ascética, sus labios eran gruesos y se curvaban hacia abajo en un gesto de amargura, los ojos verdes resaltaban en el moreno de su piel, su mirada era extraña y triste. “La elegancia no está reñida con la austeridad”, decía a veces cuando algún familiar le proponía ponerse algo más alegre. ¿Elegancia oscura?…, sus pocas visitas a Vigo, como dicen los habitantes del rural cuando van al centro, era para despachar algún asunto económico con su administrador, alguna visita al médico o a la modista.

—Siempre va de negro Doña Anuncia, debería alegrar un poco su imagen, le vendría muy bien para la salud  —le decía Don Andrés, el médico.

—No voy de luto ni de alivio de luto, me gusta el negro —le contestaba ella.


lunes, 29 de junio de 2015

SUEÑO ETERNO







Sobre la negra arena yacía el cuerpo, contraste de colores.  Parecía dormir sobre un costado. El agua del mar en retirada mojaba sus pies acariciándolos y dejando restos de arena en su piel.

Una gaviota se posó en la arena a su lado y mientras observaba su presa, miraba altiva alrededor fijando el territorio.

Dio unos saltitos y con temor se acercó al cuerpo. Cuando estaba a su lado echó a volar y volvió. Esta vez se posó tan cerca que le dio un picotazo, segundos antes de remontar cobardemente el vuelo. 

Volvió a posarse temerosa sobre su hombro y cuando se dirigía a picotearle los ojos le arrojé una piedra, quería contemplar su cuerpo por última vez, tal como lo veía todas las mañanas al despertarme, cuando solo era mía.


lunes, 18 de mayo de 2015

DECISIÓN





Bajó los escalones de dos en dos, sentía bajo sus pies el suelo deslizante.  Cuando llegó, dudó. Al iniciar la marcha lo escuchó y cambió de dirección. “Ahí llega”. Corrió, cerró los ojos y saltó, todo se fundió a negro.


Madrid, primavera 2015

viernes, 23 de mayo de 2014

A MI NO ME MOLESTA

Debía descubrir la salida secreta por donde ella huía para regresar con el pelo mojado y oliendo a mar. Debía descubrirla aunque eso significara destruir definitivamente, toda posibilidad de retorno.                                          
               
A mí no me molesta que ella salga, que se guarde las confidencias que le hacen sus amigos y que los míos me digan que es estupenda. Porque es cierto, mi mujer es estupenda. Lo que me molesta es lo otro. Cuando salgo del trabajo me faltan piernas para volver a casa. Hace dos meses que ha empezado todo esto, y mis amigos ahora se mofan porque ya no me quedo al cafelito cuando salimos, ni juego al fútbol, tampoco me meto en las redes (yo, que no se vivir sin ellas), y le esquivo el bulto a nuestras cenas de los viernes; se creen que es ella, que no me deja.

Yo me callo, qué le voy a hacer, me aguanto, cómo voy a contarles que..., no, ni loco; aparte de calzonazos, me levantarían el monumento al inventor del cuento.  

Al principio me costó, pero ahora más o menos estoy acostumbrado a que ella "vuele"; mi mujer tiene una facilidad tremenda para desconectarse. Le basta con tener los ojos abiertos sin mirar a ningún lado y bluf, ya está en otra parte. Pero la muy cabrona me lo hacía cuando estábamos mirando televisión, entonces yo no me daba cuenta. Y pensar que caí de casualidad, aquella vez que me quedé dormido, y ahora me pregunto desde cuánto tiempo atrás... 

Fue así:

Me despierto a las tantas, la pantalla de la tele estaba blanca y zumbando y mi mujer mirando, como si estuviera viendo una de esas pelis románticas que tanto le gustan, muy relajada, pero sin pestañear. Pienso que me está vacilando, ¿ah, si...?, me digo, la voy a mirar fijo, seguro que no aguanta, y me le pongo delante.  

Lo primero que me extraña es el color, el color de los ojos; los ojos de mi mujer son pardos, pero pardos pardos, ¿he?, bueno se los veo verdes. Pero eso hubiera sido lo de menos. Me acerco despacio, casi sin respirar, el color se mueve, acerco la lámpara y me quedo de una pieza, adentro..., tienen agua.


Un mar de oleaje calmo que muere en la playa con suaves crestas de espuma blanca. En el ojo derecho está ella y lanza un balón y en el izquierdo un tío que lo recibe. En vez de devolvérsela la tira en el medio, cerca, entonces corren los dos para alcanzarla y mi mujer la coge porque el tío se dejó ganar. La abraza y simula que pierde pie y caen los dos al agua. Mi mujer se ríe, juguetona y van rodando hasta la arena, disfrutando del abrazo. Ella mete sus piernas entre las de él y se enreda, y el tío con una mano la recorre, con avidez, desde la pierna subiendo por sus caderas, bajando hasta el interior de sus muslos mientras la besa; vuelve a subir la mano hasta el sujetador del bikini y lo desabrocha y ella consiente, quedándose quieta.  

lunes, 12 de mayo de 2014

ÉRASE UNA VEZ...

Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra ya antigua, en la que vivían brujas y ogros, los hombres se sentían desdichados. Una época en la que sólo se podía entender lo bueno o lo malo, sin término medio. El bueno lo era tanto que hasta se le permitía hacer el mal para lograr el bien. Corría de boca en boca, entre los hombres tristes por su destino, una leyenda. La leyenda aseguraba que existía un reino más allá de las fronteras de la tierra antigua. Se trataba de un reino hermoso y justo, aislado por paganos e infieles. Su rey, digno heredero de sus antecesores, sabios y eruditos reyes, era justo, inteligente y paciente.

Un día, –continuaba la leyenda– llegó a los oídos de este rey, la existencia de una extraña tierra en la que las brujas y ogros mandaban, controlaban y regían el destino de los hombres, cada vez a un nivel mayor de vileza. Que en esas tierras había un rey pero no hacía más que caerse, y hablar sólo una vez al año a través de una caja, tonta la llamaban. Había un ¿malvado? primer ministro, pero no hacía más que culpar al pueblo de los errores y desatinos suyos y de sus amigos. Hablaba sólo a sus adláteres y acólitos a través de una caja dentro de otra caja, tonta, tonta. Allá ocurría una serie de acontecimientos que no eran lo que parecían ser en un principio. Todos estos cuentos para no dormir animó a este Rey Sabio a partir hacia ese mundo tan extraño.

Pero nunca se supo dónde fue o dónde llegó. Con el tiempo, las brujas esclavizaban más y más a los hombres, lo ogros se caían más y más y culpaban al pueblo por ello, haciéndoles pagar, al hombre, generación tras generación cada robo, cada caída, cada error que las brujas y ogros cometían.

No os lo vais a creer, y son pocos los que saben lo que os voy a decir, pero ha llegado a mis manos el cuaderno de bitácoras de su estancia en aquel insólito sitio de tribulaciones. Aquí tenéis el cuaderno de bitácoras de EL PRESTE JUAN.

Víctor Gabriel Arjona

domingo, 11 de mayo de 2014

ELLA

Cuando no tienes nada, no hay nada que perder, ahora eres invisible, no tienes secretos que a nadie importen» canturreaba en inglés intentando imitar la estética vocal de Dylan.

Desde la mesa de trabajo disfrutaba del pequeño valle, allá abajo. El río, pletórico de agua, corría desesperado a morir en el embalse de riego. Aquí y allá el verde lo inundaba todo y podía observar con tristeza a los campesinos trabajando en sus sembrados y frutales como pequeñas hormigas obreras.

Ella dormitaba en el sofá, se levantó, salió a la terraza, apoyó sus manos en la balaustrada y observó vigilante. Volvió a entrar y después de rozarse con él se sentó en el suelo a su lado. Él le acarició la cabeza.

Siguió escribiendo,  cuando "sonaban disparos en el bar" y antes de que gimiera el triste violín de Scarlet Rivera, como no brotaban las palabras ni fluían las ideas, cerró la tapa del portátil. Se dirigió al sofá, se echó y ella se acurrucó con él.

Mientras la acariciaba se quedó dormido…

Corrían los dos, río arriba, por el “camí de sirga”, los frutales en flor, el agua. Ella jugaba, ora cruzándose por delante de él, ora quedándose retrasada. Ahora unos olivos, los cerezos todavía no habían adquirido su color de fuego, se cruzó con un pescador que administraba cuatro cañas en busca del monstruo fluvial, mientras, trasegaba cerveza caliente como queriendo saciar una sed crónica.

Entre los carrizales, los patos y las garzas buscaban alimento. El sudor le caía por la frente, en los auriculares sonaban las voces a dúo del hombre de negro y el poeta judío, “recuérdale a una chica que vive allí, que ella fue mi verdadero amor”, los píes marcaban el ritmo.

Cuando entró en el pequeño bosque y el camino se estrechaba, ella se zambulló en el agua unos minutos, él siguió corriendo y como siempre disfrutó de las formas imposibles de los árboles medio hundidos en las aguas. Dejó atrás chopos, álamos y salces, hasta creyó distinguir un viejo olmo superviviente entre la maraña de hiedras y cornejos.



Ella se adelantó y de repente frenó su carrera en seco, volvió corriendo hacia él como queriendo avisarle de algo. Sintió el golpe en la espalda y cayó al suelo, un cortocircuito apagó su cerebro mientras llamaba a las puertas del cielo.

En un lapsus de lucidez vio la cara del pescador casi pegada a la suya y pudo oler su aliento etílico. Ella estaba a su lado y le lamió la cara. Volvió a perder el conocimiento.

Cuando despertó estaba cubierto de sudor y ella, como aquel día, le mordía la manga y ladraba. La calmó y acarició su lomo. Gracias a ella las puertas del cielo no atendieron su llamada. Se incorporó y se sentó en la silla de ruedas que había dejado al lado del sofá. Salió a la terraza y contempló el valle, se imaginó corriendo juntos río arriba.